Wednesday, August 4, 2010

CRONICAS SUDAFRICANAS 4

Las calles de Ciudad del Cabo están de fiesta;
se escuchan las vuvuzelas y las bocinas de
los carros; disfraces rojos y naranjas, grupos
rezagados de brasileros bailan en una esquina,
una alemana argumenta que su equipo jugó mejor
que Holanda, tres argentinos discuten que hubiese
pasado si…, a lo largo de Long Street la fiesta recién
ha comenzado. Los bares están llenos sin importar
a quien se apoyó: es la última noche del mundial y
España es el nuevo campeón del Mundo. El gol de
Iniesta a los 116 no solo hizo estallar los corazones
en el Viso donde Carlos de los Santos bebía un cubata
tras otro, sino también en las calles de todo este
país que vibró con la fiesta de este mes. España ha
ganado en el fútbol, pero el verdadero triunfador ha
sido Sudáfrica o, mejor dicho, su sueño.
Poco a poco las vuvuzelas se acallan y los últimos
gritos de viva España, largados con curioso acento,
se apagan. El país debe volver a la normalidad, pero
el Mundial continuará por mucho tiempo presente.
Miro por mi ventana y veo la maravilla de ciudad que
me rodea. Entre el óceano y las montañas, Ciudad
del Cabo parece un regalo de los dioses. Su comida
y los vinos de las regiones cercanas solo acrecientan
su encanto. ¿Qué sucederá ahora? ¿Dónde quedarán
los sonidos y cantos de fútbol? ¿Dónde Bafana Bafana?
¿Qué será de Sudáfrica en el imaginario mundial
después del Mundial?
Cuando en 1498 Vasco de Gama logró circunnavegar
por vez primera el continente africano, llamo
Cabo de Buena Esperanza al lugar que antes había
recibido el nombre de Cabo de las Tormentas. Los
vientos que azotaban ese punto del mapa hacían casi
imposible el cruce del Atlántico al Índico. El marinero
portugués decidió otorgarle el nuevo nombre para
cambiar la percepción de la gente, para hacer creer
una realidad distinta. Al hacerlo, es cierto, estaba
también creando una realidad diferente; pero esta no
puede negar que los vientos siguen soplando huracanados.
La Buena esperanza es también las tormentas.
Este choque de ideas y de realidades que sucede
solo a unos kilómetros al sur, simboliza el sentido y
relevancia del Mundial que acaba de acabar. Sudáfrica
se presentó al mundo lleno de vida, de alegría,
de hospitalidad y de profesionalismo y eficiencia. La
imagen que queda es excelente: presidentes e hinchas
por igual alaban la organización. Pero junto con esa
realidad está la otra que el Mundial no puede ocultar
por completo. Las tormentas siguen ahí. Las favelas
que rodean Ciudad del Cabo hacen estallar una pobreza
inhumana. Y no fueron pocos los que se pre-
guntaron si todo el dinero invertido, todas las condiciones
que el gobierno de Sudáfrica debió aceptarle a
Fifa, no habrían sido mejor invertidos en mejorar las
condiciones de vida de millones de sudafricanos, una
población que tiene un índice de afectados por el HIV
aterrador. ¿Cuántas escuelas u hospitales se podrían
haber construido con el dinero de los estadios?
Pero en esa realidad está, como he dicho, la esperanza.
El mundial ha cambiado la faz de Sudáfrica al
mundo. Para los que tuvimos la suerte de estar aquí
durante este mes, el país no es ese lugar de peligro
que habíamos creído. El peligro estuvo más en el encuentro
con los leones o el intento de nadar con los
tiburones. Un país, comentaba el otro día mientras
degustaba un exquisito Pinotage con un amigo que
lleva veinte años viviendo en estas tierras, ha llevado
a cabo uno de los procesos de transformación política
más notables de la historia. El fin del Apartheid
no es algo que suceda de un día para otro. Es algo
que sigue sucediendo en el día a día, poco a poco,
y es un hecho que nos muestra el poder de la lucha
por la libertad que los humanos somos capaces de
emprender.
Robben Island se halla a solo doce kilómetros de
la costa de Ciudad del Cabo. Desde las montañas es
fácilmente perceptible su forma oval y su topografía
plana. El turista debe tomar una embarcación en
el muelle y en poco más de media hora ésta atraca
en la isla, que se recorre luego en un bus. Capillas,
la escuela, el hospital, casas donde viven los pocos
centenares de habitantes actuales y nos detenemos
frente a la edificación más famosa. Bajamos del bus.
Nos recibe otro guía. Bienvenidos a la prisión de Robben
Island. El hombre que habla fue él mismo un
prisionero político aquí. Su voz es gruesa, áspera.
Explica lo que sucedía en cada cuarto, como era la
vida de los prisioneros, la censura a la que eran sometidas
las cartas, la visita cada seis meses, como
el racismo se aplicaba en la vestimenta y comida de
los prisioneros (los negros no tenían derecho a pan).
Caminamos por las celdas. Todas están vacías con
excepción de una. Una silla y una delgada colchoneta,
por la ventana entra algo de luz. No creo que pueda
dar tres pasos en ninguna dirección, así de pequeña
es. En este cuarto estuvo prisionero por casi veinte
años Nelson Mandela, antes de ser transferido a otra
prisión. Cumplía su condena a cadena perpetua por
‘sabotaje’ y por propiciar la lucha contra el gobierno
blanco. Su lucha fue uno de los emblemas de las últimas
décadas del siglo XX. Y cuando fue liberado en
los años noventa la alegría se convirtió en asombro:
¿cómo un hombre que ha vivido lo que él ha vivido
puede presentar esa calma, esa fuerza y paz interior,
no había nada de odio en él? ¿Cómo podía perdonar?
Nada es perfecto, es cierto, y el gobierno de Mandela
distó mucho de serlo. El sistema que se implantó de
justicia puede ser muy discutido, pero Sudáfrica hoy
es un mejor país. ¿Imaginaría Mandela, encerrado en
su celda, que cuarenta años después entraría en coche
descubierto a la cancha al comienzo de la final
de un Mundial de Fútbol en su país (paria durante el
Apartheid) y que todo el estadio lo aplaudiría de pie a
él, a Madiba…? Sí, Sudáfrica es un país que ha hecho
de su Cabo de las Tormentas también un Cabo de la
Buena Esperanza y este Mundial es un paso más en
el largo camino a la libertad.

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