Wednesday, August 4, 2010

CRONICAS SUDAFRICANAS 3

Después de los octavos de final
parecía que la fiesta sería
sudamericana. Por primera
vez desde los tiempos de Adán y Eva
futbolísticamente hablando, nos recordaban
los expertos, cuatro equipos de
esa parte del mundo habían conseguido
llegar a la etapa de los mejores ocho.
En los dos días de descanso futbolero
leímos de las características tan particulares
de ese fútbol y de por qué era
mejor, más atractivo y hermoso que el
árido y defensivo fútbol europeo. Pero
la vida es un viaje, y como en la canción
infantil de los cuatro que tenía, solo me
quedó, rápidamente, el menos pensado:
Uruguay (y de una manera donde
se confunde la simple trampa con una
supuesta bravura).
Pero aunque el fútbol sea la vida,
a veces hay tiempo para otras cosas.
Aproveché la pausa futbolística para
iniciar el recorrido al oeste. El plan:
lentamente desde las cálidas tierras
de Durban llegar a la tierra prometida,
Ciudad del Cabo. El recorrido atraviesa
tierras áridas, duras, en partes del
Cabo Este, para luego convertirse en el
vergel de la ruta del jardín, mientras se
cruzan hermosos pueblos y se bordea,
a ratos, el océano Índico. La riqueza de
la tierra y de su gente es solo comparable
con la belleza de la naturaleza y
la increíble riqueza de su flora y fauna.
Ya sean los acantilados de Tsitsikamma
y sus puentes colgantes, las lagunas
y montañas en Knysna o las dunas en
las playas en De Hoop, desde las cuales
las ballenas presentan un espectáculo
superior al del Bolshoi.
Y mientras comenzaban los cuartos
de final y la debacle sudamericana,
por arte de magia en cada pueblo al
que llegábamos se celebraba un festival.
En Grahamstown, enclave de las
fuerzas británicas en su lucha contra

los Xhosa, se celebra el Festival de Artes
más grande del continente (el segundo
en el mundo según sus auspiciadores).
La pieza sobre las tradiciones Xhosa y
la importancia de preservarlas -bailes,
bellísimos cantos, costumbres-, si en
un comienzo pareció simple y directa,
rápidamente se hizo más compleja. La
pregunta que se planteaba es una gigantesca:
qué hacer con la modernidad
(occidental) y su relación con las costumbres
ancestrales no solo de Xhosas
(la nación de Mandela), sino de todas las
otras naciones que habitan estas tierras.
¿Es mantener las tradiciones tal cual,
la solución? ¿Es eso posible? ¿Hay una
modernización correcta? ¿Es inevitable
o imprescindible? No dejaba de darle
vueltas a estas preguntas cuando me encontraba
viendo otra obra, esta vez una
recreación de los juicios de Rivonia (en
los que, entre otras cosas, se condenó
a Mandela a cadena perpetua). Una coproducción
suiza-sudafricana presentaba
una compleja y problemática visión
autocongratulatoria por parte de ciertos
movimientos, en su mayoría liberales europeos,
que creen que el Apartheid cayó
porque ellos dejaron de comprar manzanas
sudafricanas. Sin restar valor a la
presión que esos grupos hicieron, es necesario
recordar que la lucha también se
hizo ‘desde dentro’. La obra simplificaba
algo que, en medio de toda la deslumbrante
belleza, se sigue observando en
este país. Sin más: al día siguiente en la
radio escuché cómo se discutía el ‘simple
tema’ de ¿por qué los blancos siguen
concentrando las riquezas en este país y
por qué no es común ver una pareja interracial?
El Festival de Artes trajo todos
estos problemas a la palestra. Tomé algunas
notas y me prometí que escribiría
más sobre ello.
Siguiente escala: un festival muy distinto.
Knysna da a una bahía bellísima
que tuvimos la suerte de contemplar
en su totalidad desde nuestro hospedaje.
El Puerto lleno de pequeñas tiendas
y restaurantes se preparaban para
el inicio de la fiesta de la ostra, cinco
días de festejos en torno al maravilloso
molusco. En la mañana, en lugar de
desayunar el corriente tinto con pan,
decidimos partir al Puerto y cambiar
por una vez nuestra dieta contemplando
el zarpar de las embarcaciones: dos

platos de ostras de diversos tamaños y
una cerveza bien helada o una copa de
un buen blanco o de champaña. Pensé
que así podrían ser todos mis desayunos.
Pero no creo que ni presupuesto
ni hígado me lo permitirían.
Mientras perdía Brasil sin atenuantes
y Argentina era vapuleada por lo que
los diarios aquí llamaron el Blietzkrieg,
llegamos al tercer festival ya en pleno
Cabo Oeste. Stellenbosch famoso por
sus vinos aprovechaba la ocasión de
la fiesta mundial para tener (otro más)
festival del vino. Las montañas que rodean
las viñas y cada una de las pequeñas
productoras compiten en gracia y
en la calidad de sus cepas. Y resulta difícil
decidirse dónde ir y qué vinos catar.
Yo me ofrecí para conducir durante
el día, mientras el resto se aprovechaba
de las delicias de Baco (hasta 45 vinos
dijo alguien que cató en una mañana).
Hinchas felices de Alemania, Holanda
y España recorrían también estos viñedos.
Fútbol y vino se reunían en otra
faceta de este encuentro: el fútbol como
el vino es, en su mejor estado, una celebración
de la vida. Mi celebración y
mi desquite llegaría en la noche, en un
exquisito restaurante de esa pequeña
ciudad universitaria, donde junto a
unos calamares y un antílope del desierto
de Kalahari, el vino -una mezcla
que incluye la cepa típica de Sudáfrica,
el Pinotage- fue tal delicia que en agradecimiento
dejé mi billetera en el lugar
(la recuperé a la mañana siguiente).
El periplo hacia el oeste concluye
en una de las ciudades más hermosas
que uno se pueda imaginar. Entre
el Atlántico y unos cerros que parecen
dibujados para burlarse de la imaginación,
Ciudad del Cabo abre sus calles,
colores y sabores para esta última semana
de mundial. (Cuando esta crónica
llegue a sus manos o a su pantalla,
probablemente ya se conozca o se esté
por conocer el ganador del mundial.
Alemania, España, Holanda o Uruguay.
Por historia debería ser Alemania. Por
méritos España. Por justicia mundialera,
Holanda. Pero, para que no digan
que no me gustan los sudamericanos,
apuesto por la Celeste).

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