Te podrá parecer un cuento, pero te juro por lo que quieras que pasó tal cual, hasta te puedo decir que pasó más de lo que te digo. La pura verdad.
Seúl es una ciudad. Putas. Quiero decir que es una ciudad grande, con todo lo que tiene que tener una ciudad, mucha gente, muchas tiendas, muchos restaurantes, bares, metro, buses, taxis y más gente. Y mucho para no entender nada, si es que no sabes coreano, claro, y es no es fácil saber coreano. Uno comienza y termina diciendo algo así como ‘gamsanidá’ o ‘jamsanidá’ que quiere decir las puras gracias y haciéndole venias hasta a la puerta giratoria del hotel. Diferencias culturales las llaman, yo digo que más bien es como dicen los mexicanos pura chingadera, uno anda más perdido que el teniente bello, eso dicen en mi tierra, y gracias, venia, apuntar con el dedo algo en el menú, venia, y una cerveza yoseyó, venia, y pedir la cuenta yoseyó, venia y salir, gran venia. La del dolor de espalda no te explico, pero eso no viene al cuento ahora.
Iba yo al palacio de G., que queda en el centro, bien grande, que fue arrasado por los malos japoneses y reconstruido como dos mil veces con platas de la UNESCO y de los ricachones coreanos que hay muchos. Línea tres del metro, porque eso sí, el metro está bacano, imposible perderse, como que te dicen cuantos pasos tienes que dar para llegar a un lugar. Iba yo entonces caminando a la salida cinco de la estación de Anguk y de pronto escucho una voz aguda en un inglés coreano que me pregunta where are you from. Raro, pa’ qué te voy a decir. No es lo más común del mundo, ni ahí ni en la quebrada del ají. Una señora de unos cincuenta y algo, supuse (porque adivinar la edad aquí es como ganarse el lotto). Baja, demetrio y medio, quizá un poco más, vestida de blanco, zapatillas, anteojos. Me mira y sonríe y repite la pregunta. Me digo: o me hago el huevón y no hablo inglés o soy un turista amable que deja bien puesto el nombre de su país, etcétera. Opté por lo primero haciendo lo segundo: de Chile le dije. Y ella, sin preámbulo: Me llamo Sonee, soy doctora y me interesan mucho los sueños, y estudiar las causas de la felicidad, porque no sé si usted sabe (uso el usted porque leí en la Lonely Planet que los coreanos usan mucho el usted, pero vaya a saber uno) que la felicidad depende de los niveles de serotonina en el cerebro.
-Ah-, respondí, ya pensando bueno ahora mismo me arranco.
-¿Cómo se llama usted?
-Daniel.
-Y usted qué hace por aquí.
Mi segundo error. Volví a responder: Vengo a una conferencia de literatura comparada, pero aprovecho de conocer la ciudad (quién me manda a dar explicaciones).
-Qué interesante. Yo soy activista de paz. Me puede dar su teléfono. Me gustaría conversar con usted. La gente hoy en día anda muy estresada. Eso es malo.
Pensé: ¿será miembro de una mafia de secuestradores internacionales? ¿Me querrá ofrecer servicios especiales? No fucking way. Pero parece imposible.
-Soy doctora, trabajo para el gobierno, en el edificio aquí-, indica otra salida donde efectivamente quedan unos edificios gubernamentales.
-Lo siento, estoy de paso, no tengo teléfono.
-Usa Twitter?
Claro, aquí la tecnología la usa hasta Buda:
-No, no tengo twitter. Solo email.
Craso error:
-Me puede dar su email. Quisiera conversar con usted sobre el cerebro, porque usted sabe que todo está en el cerebro y que la gente está muy estresada estos días.
¿Tendré cara de estresado? ¿Será el calor? Me pasa un papel y titubeo al escribir. No sé si darle mi dirección o inventar una y cariños carlos. Educación católica, supongo. Le doy la dirección. Ella me da la suya.
-Podemos caminar por un palacio que queda aquí cerca- se despide, prometiendo escribir. Yo aliviado, venia, me despido también, gran venia, y sigo camino al palacio de G. Caen unas gotas pero el calor no cede. En medio de los templos, lagunas y después de un suculento almuerzo, kimchi y cass, y una ponencia sobre la literatura no literaria de los coreanos nacidos en el exilio ni me acuerdo de Sunee y de su seratonina.
Al día siguiente reviso mi correo. Nada aquí, nada allá, y un remitente con signos extraños. Hangeul. Estoy a punto de borrarlo, pero quizá es algo del congreso (¿?). Ahí está ella: que puede este día y el otro y también el que viene. Para conversar y caminar. Barajo mis opciones. Puedo no responder. Lo siento, no revisé mi correo, estoy de vuelta en USA. No, lo siento, tengo que asistir al congreso todos los días las veinticuatro horas. La verdad es que no tengo ningún interés, gracias.
Respondo: el viernes a las 11 puede ser. Tengo que estar en el congreso a las dos.
Dos horas son más que suficientes. Puede ser interesante. Tengo que ser más abierto de mente. En un lugar público nada puede pasar. Paranoia. Realidad. Dos días para arrepentirme. Pero ya es viernes y a las 11 en punto, manía mía, estoy en el lugar de encuentro. Puntual también, vestida de blanca, viene caminando, sonrisa en mano y en rostro. ¿Por qué no soy capaz de decir que no?
Venia breve, casi inexistente: gesto de confianza inusitada pienso. Nos dirigimos a una de las salidas de la estación. Aún creo que vamos a caminar a un parque o palacio. Pero me dice: “creo que es bueno que veamos cómo está. Yo mido el estado de la persona. Es muy malo estar estresado.” Y dale con la misma vaina. Ella sigue. Son solo cinco minutos, todo muy científico, por computadora, conectamos los cables y el computador lee. En mi consulta, aquí, en el edificio del gobierno. Siento que la gente que pasa nos mira sospechosamente. ¿Qué hago? Le digo que no es necesario, que no se preocupe. Responde: es muy breve y es muy bueno. Intento ser más directo: por qué me quiere hacer el examen a mí. Ni se inmuta: es bueno para los extranjeros, no tienen esto en sus países. Mientras tanto hemos seguido caminando por el laberinto de pasillos subterráneos. Llegamos a una entrada con policías. La conocen. Nos dejan pasar. En el lobby me piden una identificación. No he dicho ni que sí ni que no, pero silencio otorga y estoy subiendo las escaleras del edificio de no sé qué ministerio. En el segundo piso hay varias consultas médicas. Entramos a una de ellas, una secretaria saluda a Sonee. Ella dice algo que supongo es una explicación sobre qué hago yo ahí. Me dice que me quite todo lo metálico que lleve puesto y las zapatillas y los calcetines. Repite calcetines tres veces. Sentado sobre una camilla me quito el reloj de bolsillo, el cinturón, la llave de seguridad del hotel y las zapatillas y los calcetines. Mira mi collar y me dice que también me lo debo quitar.
-Es de cuero- respondo.
-Pero tiene metal-. Es verdad, no sé cómo ha visto que el broche es de metal. Intento sacarlo. No puedo, está demasiado apretado. Se lo digo. Insiste. Busco un espejo. Vuelvo a tratar, pero no hay caso, el collar no quiere salir. Sugiere que lo estire un poco. Lo hago y ¡zas! El collar se rompe. Mierda. Ahora cómo se lo explico a mi novia. Mejor le cuento que los extraterrestres me secuestraron o que un norcoreano me asaltó.
-Siento mucho lo de su collar, es una lástima- susurra con una sonrisa que desdice su pena- tiéndase ahí. Indica un lugar tras un biombo. Hay otra camilla al lado de un computador. Ya está, me digo, que sea lo que el ying o el yang quiera. Me tiendo y ella me conecta unos cables: en mis dedos índices, mis muñecas, mis orejas (me he tenido que sacar el arete también), mis pies. Que no toque nada metálico, que no hable ni que cierre los ojos. Recuerdo una tortura china que consistía en no cerrar los ojos mientras a uno lo obligaban a estornudar. Parece que uno de los cables, el que está conectado a mi dedo de mi pie derecho no funciona. Lo revisa, conecta algo. Ahora sí. Enciende la computadora. Suena un silbido y ella sale de la habitación. Yo quedo mirando el techo, en medio de Seúl, conectado a ocho cables. No siento nada. Pasan los minutos. Parecen muchos, demasiados. De pronto vuelve, revisa la pantalla y me dice que está listo. Me levanto, me pongo lo que me he quitado. Volvemos a la primera habitación. No hemos terminado aún, me toma la presión dos veces, demasiado baja su presión, ¿no se siente cansado, con sueño? Le digo que no. No hace ejercicio, ¿cierto? Aunque se ve sano. Le digo que voy al gimnasio seis veces a la semana. Me responde: no hace suficiente ejercicio, ¿cierto? Me rindo. Procede entonces a analizar mis resultados. Para ser hombre, no está mal. Mi aura, mi circulación y hasta el famoso estrés marcan resultados ideales. Solo la presión baja, insiste. ¿No se siente cansado? Imprime los resultados y me entrega unas hojas con caracteres hangeul y dibujos que recuerdan a Da Vinci. Ya se acaba. Me preparo para irme.
-Vamos a comer algo a la cafetería del edificio.
Yo le había dicho que no se preocupara por la comida, que tengo que irme al congreso.
-Será breve- sonríe.
Y entonces una escena sudaca: se les ha acabado la comida en la cafetería. Ella camina sin preguntarme hacia un restaurante chino que queda a un par de cuadras. Está lleno de ejecutivos almorzando. Hay una espera de quince minutos. Yo quiero decir que no hay tiempo. Pero ya estamos caminando alrededor de la manzana, cruzando un museo folclórico que tiene el aire acondicionado para que los esquimales no se olviden de su tierra.
-Yo trabajé para el movimiento democrático. A mi marido no le gustaba mi trabajo- larga de pronto. Asiento en silencio, que es el mejor modo de conversar. Ella continúa:
-Sí, no le gustaba mi trabajo.
Logro entender que su marido es un especialista en algún área de la medicina, que se conocieron en la escuela de medicina, que se ven solo los fines de semana –mejor así, risa, porque a él no le gusta mi trabajo de pacifista, que hago con otro nombre, risa- que un hijo es esquizofrénico, lo siento.
-¿Y fue muy dura la dictadura?- hago un breve aparte sobre la dictadura en Chile.
-Pinochet- dice orgullosa de saber el nombre. Pero no agrega nada más. Se acabo la política. Trato por otro lado.
-¿Y qué hacían?
No hay caso. Solo repite que a su marido no le gustaba. Que la policía sabía lo que hacía.
Algo es algo: ¿A los coreanos no les gusta hablar de política?
-En twitter ‘hablamos’ mucho de política.
-No, en persona, conversando. Quizás no les gusta hablar con extranjeros.
-Usted debe comer más sal para su presión.
-Debe haber sido difícil saber que la policía…
-Los sueños son importantes. Yo soñé con un león bebé anoche.
Me callo. Sino quiere hablar de política, allá ella. Recuerdo las fotos que me mostró en su oficina con activistas y premios nobeles de la paz. Está bien. Soy yo el que no entiende.
-Debe pedir Congee, es una sopa china muy buena.
Veo el menú y es lo más barato. Mejor. Llega la sopa –champiñones y abalones-, desabrida.
-Excelente, ¿no?
-Sí, muy buena- respondo chileno.
-Ah, aquí tengo su regalo.
Busca en su cartera y extrae… un termómetro.
-Gracias… no era necesario.
-No es nada. Es bueno para el estrés. Póngaselo.
-¿Qué?
-No, no en la boca, aunque en la boca es más preciso, en la axila por cinco minutos.
A mi alrededor algunas mesas se han vaciado. Bebo del té que me ha dicho que no beba porque está muy frío. Ella sigue con el termómetro en la mano. Yo lo tomo y hago el ademán de guardarlo.
-No, es bueno para el estrés. La temperatura.
La próxima cucharada del Congee la tomo con el termómetro apretado bajo mi axila. Intento disimular el ridículo. A los dos minutos digo que cinco han pasado.
-No, falta todavía.
Bebo el resto mi sopa. Quedo con hambre pero no digo nada.
Me dice que la temperatura tiene que ser entre 36.2 y 36.5. Marco 36.6.
-Muy bien, está usted muy bien. Pero debe comer más sal.
Terminamos y ella se dirige a la caja. Me doy cuenta que va a pagar. Recuerdo una nota de Lonely Planet: los coreanos se pelean por pagar la cuenta. No soy coreano. Dejo que pague. Le doy las gracias y le digo que voy a llegar tarde al congreso, que me debo ir ya.
-¿Cómo se va a ir?
-En metro.
-Yo lo puedo acompañar a la estación.
-Seguro-, qué remedio.
-A mi marido no le gusta mi trabajo, por eso en twitter no uso mi verdadero nombre. Ríe. Me doy cuenta que mientras menos hable más habla ella. Pacifista. Llegamos a la estación. Estiro la mano y me despido.
-¿Puedo asistir al congreso?
Fuck. Lo que faltaba. Soy claro: evidentemente la universidad está abierta a todo el mundo, supongo que para entrar a las ponencias hay que pagar. No sé. Mi voz no suena muy convincente. Sonee, por supuesto, sonríe:
-Muy bien, allá preguntaré.
Que sea lo que Buda quiera. En el metro consigo dos minutos de descanso. Pero rápidamente, cuando se desocupa el asiento a su lado, impide que otra mujer se siente (con un gesto y unas palabras la echa) y me dice llama con su dedo sin apuntar (aquí no se apunta, te pueden sacar la madre pero nunca apuntar). Todo el vagón me mira. Mi gesto zen debe pasar desapercibido porque escucho risas.
-A mí me interesan mucho los sueños. Por ejemplo, cuando trabajé para la democracia siempre soñaba con elefantes.
Por supuesto que en la universidad le dicen que sí puede entrar, que no necesita pagar. Llegamos al final de la primera ponencia sobre límites del realismo. La segunda, de un catedrático chileno, versa sobre realismo también, empleando una metáfora geográfica. El tema me interesa, pero no puedo seguir. No puedo dejar de ver su sonrisa, que para mí significa que no entiende ni un carajo. Termina el ponente. Hora de preguntas. Un tipo cuestiona la idea de los límites. Breve respuesta. Entonces la veo: su mano levantada, índice arriba apuntando al cielo. Shit. No puede ser.
-Mi nombre es Sunee. Soy doctora y estoy aquí porque conocí a este joven en el metro
(No puede ser). Y me interesan mucho los sueños (NO PUEDE SER). Por cinco minutos, mencionando libros sobre sueños se extiende sobre lo que ella llama la importancia de los sueños.
-Porque si yo me quiero suicidar o matar a alguien, no significa que yo sueñe con que me suicido o asesino a alguien. De hecho, uno no suele morir en los sueños.
La charla sigue por un minuto o dos. Milagrosamente se detiene. Silencio.
El ponente sonríe, mi paranoia cree que me mira, y responde con una tranquilidad impresionante. Responde o casi, diciendo que los sueños son importantes para considerar el realismo y luego plantea su rollo. No podría haber salido mejor del embrollo.
(y, claro, no puedo dejar de pensar que todo el problema es mío; que soy yo el que no entiende).
Viene la plenaria, y Sunee por supuesto que quiere ir. Pero yo ya no entiendo nada. Me pregunta algo y le digo que por supuesto que sí y que cualquier cosa. Pienso, luego en el Happy Hour, que lo único que quiero es irme. Pero ella me gana:
-Nos despedimos aquí. Le escribo y hablamos.
Temo que se convierta en correos diarios. Ella parece contenta con el par de coreanas que acaba de conocer. Yo arranco y tomo una cerveza que bebo a medias. Me voy. Camino por Insandong, como algo y compro un par de regalos. Corea es un lugar curioso, sonrío y hago una venia, En 36 horas estoy de vuelta en Ann Arbor, reviso mi correo.
-Le recomiendo que coma más sal. Es bueno para su presión, es bueno contra el estrés.
Cierro el mail. Apago el computador. Venia. Gran venia.
Wednesday, August 25, 2010
Wednesday, August 4, 2010
CRONICAS SUDAFRICANAS 4
Las calles de Ciudad del Cabo están de fiesta;
se escuchan las vuvuzelas y las bocinas de
los carros; disfraces rojos y naranjas, grupos
rezagados de brasileros bailan en una esquina,
una alemana argumenta que su equipo jugó mejor
que Holanda, tres argentinos discuten que hubiese
pasado si…, a lo largo de Long Street la fiesta recién
ha comenzado. Los bares están llenos sin importar
a quien se apoyó: es la última noche del mundial y
España es el nuevo campeón del Mundo. El gol de
Iniesta a los 116 no solo hizo estallar los corazones
en el Viso donde Carlos de los Santos bebía un cubata
tras otro, sino también en las calles de todo este
país que vibró con la fiesta de este mes. España ha
ganado en el fútbol, pero el verdadero triunfador ha
sido Sudáfrica o, mejor dicho, su sueño.
Poco a poco las vuvuzelas se acallan y los últimos
gritos de viva España, largados con curioso acento,
se apagan. El país debe volver a la normalidad, pero
el Mundial continuará por mucho tiempo presente.
Miro por mi ventana y veo la maravilla de ciudad que
me rodea. Entre el óceano y las montañas, Ciudad
del Cabo parece un regalo de los dioses. Su comida
y los vinos de las regiones cercanas solo acrecientan
su encanto. ¿Qué sucederá ahora? ¿Dónde quedarán
los sonidos y cantos de fútbol? ¿Dónde Bafana Bafana?
¿Qué será de Sudáfrica en el imaginario mundial
después del Mundial?
Cuando en 1498 Vasco de Gama logró circunnavegar
por vez primera el continente africano, llamo
Cabo de Buena Esperanza al lugar que antes había
recibido el nombre de Cabo de las Tormentas. Los
vientos que azotaban ese punto del mapa hacían casi
imposible el cruce del Atlántico al Índico. El marinero
portugués decidió otorgarle el nuevo nombre para
cambiar la percepción de la gente, para hacer creer
una realidad distinta. Al hacerlo, es cierto, estaba
también creando una realidad diferente; pero esta no
puede negar que los vientos siguen soplando huracanados.
La Buena esperanza es también las tormentas.
Este choque de ideas y de realidades que sucede
solo a unos kilómetros al sur, simboliza el sentido y
relevancia del Mundial que acaba de acabar. Sudáfrica
se presentó al mundo lleno de vida, de alegría,
de hospitalidad y de profesionalismo y eficiencia. La
imagen que queda es excelente: presidentes e hinchas
por igual alaban la organización. Pero junto con esa
realidad está la otra que el Mundial no puede ocultar
por completo. Las tormentas siguen ahí. Las favelas
que rodean Ciudad del Cabo hacen estallar una pobreza
inhumana. Y no fueron pocos los que se pre-
guntaron si todo el dinero invertido, todas las condiciones
que el gobierno de Sudáfrica debió aceptarle a
Fifa, no habrían sido mejor invertidos en mejorar las
condiciones de vida de millones de sudafricanos, una
población que tiene un índice de afectados por el HIV
aterrador. ¿Cuántas escuelas u hospitales se podrían
haber construido con el dinero de los estadios?
Pero en esa realidad está, como he dicho, la esperanza.
El mundial ha cambiado la faz de Sudáfrica al
mundo. Para los que tuvimos la suerte de estar aquí
durante este mes, el país no es ese lugar de peligro
que habíamos creído. El peligro estuvo más en el encuentro
con los leones o el intento de nadar con los
tiburones. Un país, comentaba el otro día mientras
degustaba un exquisito Pinotage con un amigo que
lleva veinte años viviendo en estas tierras, ha llevado
a cabo uno de los procesos de transformación política
más notables de la historia. El fin del Apartheid
no es algo que suceda de un día para otro. Es algo
que sigue sucediendo en el día a día, poco a poco,
y es un hecho que nos muestra el poder de la lucha
por la libertad que los humanos somos capaces de
emprender.
Robben Island se halla a solo doce kilómetros de
la costa de Ciudad del Cabo. Desde las montañas es
fácilmente perceptible su forma oval y su topografía
plana. El turista debe tomar una embarcación en
el muelle y en poco más de media hora ésta atraca
en la isla, que se recorre luego en un bus. Capillas,
la escuela, el hospital, casas donde viven los pocos
centenares de habitantes actuales y nos detenemos
frente a la edificación más famosa. Bajamos del bus.
Nos recibe otro guía. Bienvenidos a la prisión de Robben
Island. El hombre que habla fue él mismo un
prisionero político aquí. Su voz es gruesa, áspera.
Explica lo que sucedía en cada cuarto, como era la
vida de los prisioneros, la censura a la que eran sometidas
las cartas, la visita cada seis meses, como
el racismo se aplicaba en la vestimenta y comida de
los prisioneros (los negros no tenían derecho a pan).
Caminamos por las celdas. Todas están vacías con
excepción de una. Una silla y una delgada colchoneta,
por la ventana entra algo de luz. No creo que pueda
dar tres pasos en ninguna dirección, así de pequeña
es. En este cuarto estuvo prisionero por casi veinte
años Nelson Mandela, antes de ser transferido a otra
prisión. Cumplía su condena a cadena perpetua por
‘sabotaje’ y por propiciar la lucha contra el gobierno
blanco. Su lucha fue uno de los emblemas de las últimas
décadas del siglo XX. Y cuando fue liberado en
los años noventa la alegría se convirtió en asombro:
¿cómo un hombre que ha vivido lo que él ha vivido
puede presentar esa calma, esa fuerza y paz interior,
no había nada de odio en él? ¿Cómo podía perdonar?
Nada es perfecto, es cierto, y el gobierno de Mandela
distó mucho de serlo. El sistema que se implantó de
justicia puede ser muy discutido, pero Sudáfrica hoy
es un mejor país. ¿Imaginaría Mandela, encerrado en
su celda, que cuarenta años después entraría en coche
descubierto a la cancha al comienzo de la final
de un Mundial de Fútbol en su país (paria durante el
Apartheid) y que todo el estadio lo aplaudiría de pie a
él, a Madiba…? Sí, Sudáfrica es un país que ha hecho
de su Cabo de las Tormentas también un Cabo de la
Buena Esperanza y este Mundial es un paso más en
el largo camino a la libertad.
se escuchan las vuvuzelas y las bocinas de
los carros; disfraces rojos y naranjas, grupos
rezagados de brasileros bailan en una esquina,
una alemana argumenta que su equipo jugó mejor
que Holanda, tres argentinos discuten que hubiese
pasado si…, a lo largo de Long Street la fiesta recién
ha comenzado. Los bares están llenos sin importar
a quien se apoyó: es la última noche del mundial y
España es el nuevo campeón del Mundo. El gol de
Iniesta a los 116 no solo hizo estallar los corazones
en el Viso donde Carlos de los Santos bebía un cubata
tras otro, sino también en las calles de todo este
país que vibró con la fiesta de este mes. España ha
ganado en el fútbol, pero el verdadero triunfador ha
sido Sudáfrica o, mejor dicho, su sueño.
Poco a poco las vuvuzelas se acallan y los últimos
gritos de viva España, largados con curioso acento,
se apagan. El país debe volver a la normalidad, pero
el Mundial continuará por mucho tiempo presente.
Miro por mi ventana y veo la maravilla de ciudad que
me rodea. Entre el óceano y las montañas, Ciudad
del Cabo parece un regalo de los dioses. Su comida
y los vinos de las regiones cercanas solo acrecientan
su encanto. ¿Qué sucederá ahora? ¿Dónde quedarán
los sonidos y cantos de fútbol? ¿Dónde Bafana Bafana?
¿Qué será de Sudáfrica en el imaginario mundial
después del Mundial?
Cuando en 1498 Vasco de Gama logró circunnavegar
por vez primera el continente africano, llamo
Cabo de Buena Esperanza al lugar que antes había
recibido el nombre de Cabo de las Tormentas. Los
vientos que azotaban ese punto del mapa hacían casi
imposible el cruce del Atlántico al Índico. El marinero
portugués decidió otorgarle el nuevo nombre para
cambiar la percepción de la gente, para hacer creer
una realidad distinta. Al hacerlo, es cierto, estaba
también creando una realidad diferente; pero esta no
puede negar que los vientos siguen soplando huracanados.
La Buena esperanza es también las tormentas.
Este choque de ideas y de realidades que sucede
solo a unos kilómetros al sur, simboliza el sentido y
relevancia del Mundial que acaba de acabar. Sudáfrica
se presentó al mundo lleno de vida, de alegría,
de hospitalidad y de profesionalismo y eficiencia. La
imagen que queda es excelente: presidentes e hinchas
por igual alaban la organización. Pero junto con esa
realidad está la otra que el Mundial no puede ocultar
por completo. Las tormentas siguen ahí. Las favelas
que rodean Ciudad del Cabo hacen estallar una pobreza
inhumana. Y no fueron pocos los que se pre-
guntaron si todo el dinero invertido, todas las condiciones
que el gobierno de Sudáfrica debió aceptarle a
Fifa, no habrían sido mejor invertidos en mejorar las
condiciones de vida de millones de sudafricanos, una
población que tiene un índice de afectados por el HIV
aterrador. ¿Cuántas escuelas u hospitales se podrían
haber construido con el dinero de los estadios?
Pero en esa realidad está, como he dicho, la esperanza.
El mundial ha cambiado la faz de Sudáfrica al
mundo. Para los que tuvimos la suerte de estar aquí
durante este mes, el país no es ese lugar de peligro
que habíamos creído. El peligro estuvo más en el encuentro
con los leones o el intento de nadar con los
tiburones. Un país, comentaba el otro día mientras
degustaba un exquisito Pinotage con un amigo que
lleva veinte años viviendo en estas tierras, ha llevado
a cabo uno de los procesos de transformación política
más notables de la historia. El fin del Apartheid
no es algo que suceda de un día para otro. Es algo
que sigue sucediendo en el día a día, poco a poco,
y es un hecho que nos muestra el poder de la lucha
por la libertad que los humanos somos capaces de
emprender.
Robben Island se halla a solo doce kilómetros de
la costa de Ciudad del Cabo. Desde las montañas es
fácilmente perceptible su forma oval y su topografía
plana. El turista debe tomar una embarcación en
el muelle y en poco más de media hora ésta atraca
en la isla, que se recorre luego en un bus. Capillas,
la escuela, el hospital, casas donde viven los pocos
centenares de habitantes actuales y nos detenemos
frente a la edificación más famosa. Bajamos del bus.
Nos recibe otro guía. Bienvenidos a la prisión de Robben
Island. El hombre que habla fue él mismo un
prisionero político aquí. Su voz es gruesa, áspera.
Explica lo que sucedía en cada cuarto, como era la
vida de los prisioneros, la censura a la que eran sometidas
las cartas, la visita cada seis meses, como
el racismo se aplicaba en la vestimenta y comida de
los prisioneros (los negros no tenían derecho a pan).
Caminamos por las celdas. Todas están vacías con
excepción de una. Una silla y una delgada colchoneta,
por la ventana entra algo de luz. No creo que pueda
dar tres pasos en ninguna dirección, así de pequeña
es. En este cuarto estuvo prisionero por casi veinte
años Nelson Mandela, antes de ser transferido a otra
prisión. Cumplía su condena a cadena perpetua por
‘sabotaje’ y por propiciar la lucha contra el gobierno
blanco. Su lucha fue uno de los emblemas de las últimas
décadas del siglo XX. Y cuando fue liberado en
los años noventa la alegría se convirtió en asombro:
¿cómo un hombre que ha vivido lo que él ha vivido
puede presentar esa calma, esa fuerza y paz interior,
no había nada de odio en él? ¿Cómo podía perdonar?
Nada es perfecto, es cierto, y el gobierno de Mandela
distó mucho de serlo. El sistema que se implantó de
justicia puede ser muy discutido, pero Sudáfrica hoy
es un mejor país. ¿Imaginaría Mandela, encerrado en
su celda, que cuarenta años después entraría en coche
descubierto a la cancha al comienzo de la final
de un Mundial de Fútbol en su país (paria durante el
Apartheid) y que todo el estadio lo aplaudiría de pie a
él, a Madiba…? Sí, Sudáfrica es un país que ha hecho
de su Cabo de las Tormentas también un Cabo de la
Buena Esperanza y este Mundial es un paso más en
el largo camino a la libertad.
CRONICAS SUDAFRICANAS 2
Después de la gélidas noches
de Jo’Burg, del tiritar de las
madrugadas, de la dureza
de la tierra del Gauteng, la llegada a
Durban resulta una delicia. Al sur de
la tierra Zulú, el Puerto más grande de
África acaricia las olas verdes y azules
el Océano Índico. La temperatura agradable
día y noche, bordeando los veinte
grados; y el día de nuestra llegada
un regalo de bienvenida: a través de la
ventana del albergue se divisaba una
ballena saltando entre la espuma.
Durban posee un ritmo de vida diferente.
Una ciudad donde la vida en la
playa se combina con un comercio portuario
impresionante, es el hogar de la
comunidad de indios más grande fuera
de su país. El Mercado de Victoria,
en el centro (aquí todas las calles están
cambiando de nombre lo cual hace
cualquier indicación provisoria), los
olores de las especias de más oriente
junto a las de esta tierra producen un
efecto exaltante de todos los sentidos.
Olores y colores de los curries, del garam
masala, del exterminador de suegras
-una mezcla de chiles y otros condimentos-
que promete acabar con el
más bravo, que se suman a los colores
y olores de los fanáticos que han venido
de Corea, Nigeria, Holanda, Eslovaquia,
Portugal y Brasil a ver los partidos
ya sea en uno de los estadios con
el diseño más espectacular o en el Fan
Fest que, aprovechando las delicias de
esta tierra, se encuentra en la misma
playa, permitiendo así que tiburones,
ballenas, delfines y surfistas también
se hagan participes de esta fiesta.
La primera noche por el barrio de
Berea, luego de celebrar el triunfo de
Sudáfrica contra el imperio francés en
la playa al ritmo de la vuvucelas, buscamos
un lugar para comer algo y probar
un nuevo vino del oeste (Durban no
es tierra de vinos. Más sobre este tema
cuando llegue a Ciudad del Cabo). Sólo
pescado y mariscos anuncia un lugar.
Pido un plato de camarones preparados
a la mozambiqueña y cuando llega
esa textura, la salsa que lo acompaña,
la forma y su olor, no puedo evitar recordar
otros camarones y otro tiempo:
muchos años antes, cuando niño, cuando
comía camarones del río Huasco en
Chile (que siguen siendo los más exquisitos
del mundo) mi abuela solía pelarlos
para mí y dejármelos así, en un plato,
como un penal para el cual el arquero se
ha retirado. Mi abuela. Es curioso como
esta tierra tan lejana me trae su recuerdo
en cada esquina y cada detalle. Mas que
momento proustiano, comer esos camarones
es volver a la vida de nuevo, sentir
que ella sigue ahí presente… Esta crónica
esta dedicada a ella.
El estadio, como sabemos, esta adornado
por un arco que lo cruza de un
extremo a otro. En ese arco es posible
tomar un ‘cable car’ para pasear por
sobre la cancha (hasta ahora no estaba
permitido hacerlo durante el desarrollo
de un partido), y tener una vista de
la bahía. Cuando llegamos, caminando,
pues el estadio queda muy cerca de la
playa, éste, iluminado y lleno de banderas,
nos recibe en todo su esplendor.
Una experiencia estética se lleva a
cabo en un espacio que en sí ya la es.
Y pienso mientras comienza el partido
en el museo de arte de Durban donde
esa misma mañana hemos visto la exposición
sobre el campeonato de fútbol
callejero que se efectuó en esta ciudad
hace un año. Niños que viven en las
calles de ocho países se juntaron para
mostrar que hay algo más que la miseria
en sus vidas. El fútbol puede también
ser esa esperanza. Y otra: Corea
gana el partido. ¿Qué traerá el mundial
para la pobreza que se ve en este país
maravilloso? Las olas del público y un
beso entre una coreana y un nigeriano,
un holandes y una eslovaca…
El proximo partido es mañana. Por
el día un breve viaje a Eshowe, el Corazón
de la tierra Zulú, donde el gran
Shaka Zulu combatió hasta su muerte
a otros jefes y al hasta ese entonces invencible
ejercito británico. Tierra de la
caña de azúcar, de colinas que se confunden
en playas eternas, algunas casi
no holladas por pie humano. Y la vida
del día a día (intento comprender algo
de Zulú, pero mi vocabulario es mínimo)
se confunde con el invento para los
turistas de estos guerreros aguerridos,
polígamos y salvajes. Shaka Land mantiene
el set que se creó para la serie televisiva
de los años ochenta, uno puede
comprar ‘atuendos zulús’, pero la vida
esta en otra parte. En los mercados
donde uno quiere comprar un kilo de
naranjas, un litro de leche, o preguntando
cómo llegar al bar que le habían
dicho vendía esa cerveza tan rica que
es la Zulu Blonde.
Estoy en una playa contemplando
las olas que rompen, no se ve a nadie
kilómetros a la redonda. Sólo las dunas,
los cangrejos y el rumor del mar
que es una caricia y un vestigio. Caricia
también la del sol y vestigio de ese norte
de otro país donde solía caminar…
Pero he de volver a Durban. El fútbol
continua y aunque el tiempo ahora no
nos acompaña -es el primer día con lluvia
desde que comienza el mundial en
estos lados- preparo mi almuerzo con
los peces que sacamos en altamar mirando
el amanecer y el Puerto inmenso.
Me preparo para el siguiente. Gillian y
Nick quieren que gane Argentina, Clare
y Luisa van por Mexico, no son ni
lo uno ni lo otro. Pero no importa de
donde uno sea. Y al final que más da
quien gane. Hoy los ingleses están tristes
y los alemanes celebran. Mañana
sera otro día y yo, por mientras, miro
la luna que casi llena reverbera en el
mar y escribo estas palabras feliz por
la memoria y los camarones.
de Jo’Burg, del tiritar de las
madrugadas, de la dureza
de la tierra del Gauteng, la llegada a
Durban resulta una delicia. Al sur de
la tierra Zulú, el Puerto más grande de
África acaricia las olas verdes y azules
el Océano Índico. La temperatura agradable
día y noche, bordeando los veinte
grados; y el día de nuestra llegada
un regalo de bienvenida: a través de la
ventana del albergue se divisaba una
ballena saltando entre la espuma.
Durban posee un ritmo de vida diferente.
Una ciudad donde la vida en la
playa se combina con un comercio portuario
impresionante, es el hogar de la
comunidad de indios más grande fuera
de su país. El Mercado de Victoria,
en el centro (aquí todas las calles están
cambiando de nombre lo cual hace
cualquier indicación provisoria), los
olores de las especias de más oriente
junto a las de esta tierra producen un
efecto exaltante de todos los sentidos.
Olores y colores de los curries, del garam
masala, del exterminador de suegras
-una mezcla de chiles y otros condimentos-
que promete acabar con el
más bravo, que se suman a los colores
y olores de los fanáticos que han venido
de Corea, Nigeria, Holanda, Eslovaquia,
Portugal y Brasil a ver los partidos
ya sea en uno de los estadios con
el diseño más espectacular o en el Fan
Fest que, aprovechando las delicias de
esta tierra, se encuentra en la misma
playa, permitiendo así que tiburones,
ballenas, delfines y surfistas también
se hagan participes de esta fiesta.
La primera noche por el barrio de
Berea, luego de celebrar el triunfo de
Sudáfrica contra el imperio francés en
la playa al ritmo de la vuvucelas, buscamos
un lugar para comer algo y probar
un nuevo vino del oeste (Durban no
es tierra de vinos. Más sobre este tema
cuando llegue a Ciudad del Cabo). Sólo
pescado y mariscos anuncia un lugar.
Pido un plato de camarones preparados
a la mozambiqueña y cuando llega
esa textura, la salsa que lo acompaña,
la forma y su olor, no puedo evitar recordar
otros camarones y otro tiempo:
muchos años antes, cuando niño, cuando
comía camarones del río Huasco en
Chile (que siguen siendo los más exquisitos
del mundo) mi abuela solía pelarlos
para mí y dejármelos así, en un plato,
como un penal para el cual el arquero se
ha retirado. Mi abuela. Es curioso como
esta tierra tan lejana me trae su recuerdo
en cada esquina y cada detalle. Mas que
momento proustiano, comer esos camarones
es volver a la vida de nuevo, sentir
que ella sigue ahí presente… Esta crónica
esta dedicada a ella.
El estadio, como sabemos, esta adornado
por un arco que lo cruza de un
extremo a otro. En ese arco es posible
tomar un ‘cable car’ para pasear por
sobre la cancha (hasta ahora no estaba
permitido hacerlo durante el desarrollo
de un partido), y tener una vista de
la bahía. Cuando llegamos, caminando,
pues el estadio queda muy cerca de la
playa, éste, iluminado y lleno de banderas,
nos recibe en todo su esplendor.
Una experiencia estética se lleva a
cabo en un espacio que en sí ya la es.
Y pienso mientras comienza el partido
en el museo de arte de Durban donde
esa misma mañana hemos visto la exposición
sobre el campeonato de fútbol
callejero que se efectuó en esta ciudad
hace un año. Niños que viven en las
calles de ocho países se juntaron para
mostrar que hay algo más que la miseria
en sus vidas. El fútbol puede también
ser esa esperanza. Y otra: Corea
gana el partido. ¿Qué traerá el mundial
para la pobreza que se ve en este país
maravilloso? Las olas del público y un
beso entre una coreana y un nigeriano,
un holandes y una eslovaca…
El proximo partido es mañana. Por
el día un breve viaje a Eshowe, el Corazón
de la tierra Zulú, donde el gran
Shaka Zulu combatió hasta su muerte
a otros jefes y al hasta ese entonces invencible
ejercito británico. Tierra de la
caña de azúcar, de colinas que se confunden
en playas eternas, algunas casi
no holladas por pie humano. Y la vida
del día a día (intento comprender algo
de Zulú, pero mi vocabulario es mínimo)
se confunde con el invento para los
turistas de estos guerreros aguerridos,
polígamos y salvajes. Shaka Land mantiene
el set que se creó para la serie televisiva
de los años ochenta, uno puede
comprar ‘atuendos zulús’, pero la vida
esta en otra parte. En los mercados
donde uno quiere comprar un kilo de
naranjas, un litro de leche, o preguntando
cómo llegar al bar que le habían
dicho vendía esa cerveza tan rica que
es la Zulu Blonde.
Estoy en una playa contemplando
las olas que rompen, no se ve a nadie
kilómetros a la redonda. Sólo las dunas,
los cangrejos y el rumor del mar
que es una caricia y un vestigio. Caricia
también la del sol y vestigio de ese norte
de otro país donde solía caminar…
Pero he de volver a Durban. El fútbol
continua y aunque el tiempo ahora no
nos acompaña -es el primer día con lluvia
desde que comienza el mundial en
estos lados- preparo mi almuerzo con
los peces que sacamos en altamar mirando
el amanecer y el Puerto inmenso.
Me preparo para el siguiente. Gillian y
Nick quieren que gane Argentina, Clare
y Luisa van por Mexico, no son ni
lo uno ni lo otro. Pero no importa de
donde uno sea. Y al final que más da
quien gane. Hoy los ingleses están tristes
y los alemanes celebran. Mañana
sera otro día y yo, por mientras, miro
la luna que casi llena reverbera en el
mar y escribo estas palabras feliz por
la memoria y los camarones.
CRONICAS SUDAFRICANAS 3
Después de los octavos de final
parecía que la fiesta sería
sudamericana. Por primera
vez desde los tiempos de Adán y Eva
futbolísticamente hablando, nos recordaban
los expertos, cuatro equipos de
esa parte del mundo habían conseguido
llegar a la etapa de los mejores ocho.
En los dos días de descanso futbolero
leímos de las características tan particulares
de ese fútbol y de por qué era
mejor, más atractivo y hermoso que el
árido y defensivo fútbol europeo. Pero
la vida es un viaje, y como en la canción
infantil de los cuatro que tenía, solo me
quedó, rápidamente, el menos pensado:
Uruguay (y de una manera donde
se confunde la simple trampa con una
supuesta bravura).
Pero aunque el fútbol sea la vida,
a veces hay tiempo para otras cosas.
Aproveché la pausa futbolística para
iniciar el recorrido al oeste. El plan:
lentamente desde las cálidas tierras
de Durban llegar a la tierra prometida,
Ciudad del Cabo. El recorrido atraviesa
tierras áridas, duras, en partes del
Cabo Este, para luego convertirse en el
vergel de la ruta del jardín, mientras se
cruzan hermosos pueblos y se bordea,
a ratos, el océano Índico. La riqueza de
la tierra y de su gente es solo comparable
con la belleza de la naturaleza y
la increíble riqueza de su flora y fauna.
Ya sean los acantilados de Tsitsikamma
y sus puentes colgantes, las lagunas
y montañas en Knysna o las dunas en
las playas en De Hoop, desde las cuales
las ballenas presentan un espectáculo
superior al del Bolshoi.
Y mientras comenzaban los cuartos
de final y la debacle sudamericana,
por arte de magia en cada pueblo al
que llegábamos se celebraba un festival.
En Grahamstown, enclave de las
fuerzas británicas en su lucha contra
los Xhosa, se celebra el Festival de Artes
más grande del continente (el segundo
en el mundo según sus auspiciadores).
La pieza sobre las tradiciones Xhosa y
la importancia de preservarlas -bailes,
bellísimos cantos, costumbres-, si en
un comienzo pareció simple y directa,
rápidamente se hizo más compleja. La
pregunta que se planteaba es una gigantesca:
qué hacer con la modernidad
(occidental) y su relación con las costumbres
ancestrales no solo de Xhosas
(la nación de Mandela), sino de todas las
otras naciones que habitan estas tierras.
¿Es mantener las tradiciones tal cual,
la solución? ¿Es eso posible? ¿Hay una
modernización correcta? ¿Es inevitable
o imprescindible? No dejaba de darle
vueltas a estas preguntas cuando me encontraba
viendo otra obra, esta vez una
recreación de los juicios de Rivonia (en
los que, entre otras cosas, se condenó
a Mandela a cadena perpetua). Una coproducción
suiza-sudafricana presentaba
una compleja y problemática visión
autocongratulatoria por parte de ciertos
movimientos, en su mayoría liberales europeos,
que creen que el Apartheid cayó
porque ellos dejaron de comprar manzanas
sudafricanas. Sin restar valor a la
presión que esos grupos hicieron, es necesario
recordar que la lucha también se
hizo ‘desde dentro’. La obra simplificaba
algo que, en medio de toda la deslumbrante
belleza, se sigue observando en
este país. Sin más: al día siguiente en la
radio escuché cómo se discutía el ‘simple
tema’ de ¿por qué los blancos siguen
concentrando las riquezas en este país y
por qué no es común ver una pareja interracial?
El Festival de Artes trajo todos
estos problemas a la palestra. Tomé algunas
notas y me prometí que escribiría
más sobre ello.
Siguiente escala: un festival muy distinto.
Knysna da a una bahía bellísima
que tuvimos la suerte de contemplar
en su totalidad desde nuestro hospedaje.
El Puerto lleno de pequeñas tiendas
y restaurantes se preparaban para
el inicio de la fiesta de la ostra, cinco
días de festejos en torno al maravilloso
molusco. En la mañana, en lugar de
desayunar el corriente tinto con pan,
decidimos partir al Puerto y cambiar
por una vez nuestra dieta contemplando
el zarpar de las embarcaciones: dos
platos de ostras de diversos tamaños y
una cerveza bien helada o una copa de
un buen blanco o de champaña. Pensé
que así podrían ser todos mis desayunos.
Pero no creo que ni presupuesto
ni hígado me lo permitirían.
Mientras perdía Brasil sin atenuantes
y Argentina era vapuleada por lo que
los diarios aquí llamaron el Blietzkrieg,
llegamos al tercer festival ya en pleno
Cabo Oeste. Stellenbosch famoso por
sus vinos aprovechaba la ocasión de
la fiesta mundial para tener (otro más)
festival del vino. Las montañas que rodean
las viñas y cada una de las pequeñas
productoras compiten en gracia y
en la calidad de sus cepas. Y resulta difícil
decidirse dónde ir y qué vinos catar.
Yo me ofrecí para conducir durante
el día, mientras el resto se aprovechaba
de las delicias de Baco (hasta 45 vinos
dijo alguien que cató en una mañana).
Hinchas felices de Alemania, Holanda
y España recorrían también estos viñedos.
Fútbol y vino se reunían en otra
faceta de este encuentro: el fútbol como
el vino es, en su mejor estado, una celebración
de la vida. Mi celebración y
mi desquite llegaría en la noche, en un
exquisito restaurante de esa pequeña
ciudad universitaria, donde junto a
unos calamares y un antílope del desierto
de Kalahari, el vino -una mezcla
que incluye la cepa típica de Sudáfrica,
el Pinotage- fue tal delicia que en agradecimiento
dejé mi billetera en el lugar
(la recuperé a la mañana siguiente).
El periplo hacia el oeste concluye
en una de las ciudades más hermosas
que uno se pueda imaginar. Entre
el Atlántico y unos cerros que parecen
dibujados para burlarse de la imaginación,
Ciudad del Cabo abre sus calles,
colores y sabores para esta última semana
de mundial. (Cuando esta crónica
llegue a sus manos o a su pantalla,
probablemente ya se conozca o se esté
por conocer el ganador del mundial.
Alemania, España, Holanda o Uruguay.
Por historia debería ser Alemania. Por
méritos España. Por justicia mundialera,
Holanda. Pero, para que no digan
que no me gustan los sudamericanos,
apuesto por la Celeste).
parecía que la fiesta sería
sudamericana. Por primera
vez desde los tiempos de Adán y Eva
futbolísticamente hablando, nos recordaban
los expertos, cuatro equipos de
esa parte del mundo habían conseguido
llegar a la etapa de los mejores ocho.
En los dos días de descanso futbolero
leímos de las características tan particulares
de ese fútbol y de por qué era
mejor, más atractivo y hermoso que el
árido y defensivo fútbol europeo. Pero
la vida es un viaje, y como en la canción
infantil de los cuatro que tenía, solo me
quedó, rápidamente, el menos pensado:
Uruguay (y de una manera donde
se confunde la simple trampa con una
supuesta bravura).
Pero aunque el fútbol sea la vida,
a veces hay tiempo para otras cosas.
Aproveché la pausa futbolística para
iniciar el recorrido al oeste. El plan:
lentamente desde las cálidas tierras
de Durban llegar a la tierra prometida,
Ciudad del Cabo. El recorrido atraviesa
tierras áridas, duras, en partes del
Cabo Este, para luego convertirse en el
vergel de la ruta del jardín, mientras se
cruzan hermosos pueblos y se bordea,
a ratos, el océano Índico. La riqueza de
la tierra y de su gente es solo comparable
con la belleza de la naturaleza y
la increíble riqueza de su flora y fauna.
Ya sean los acantilados de Tsitsikamma
y sus puentes colgantes, las lagunas
y montañas en Knysna o las dunas en
las playas en De Hoop, desde las cuales
las ballenas presentan un espectáculo
superior al del Bolshoi.
Y mientras comenzaban los cuartos
de final y la debacle sudamericana,
por arte de magia en cada pueblo al
que llegábamos se celebraba un festival.
En Grahamstown, enclave de las
fuerzas británicas en su lucha contra
los Xhosa, se celebra el Festival de Artes
más grande del continente (el segundo
en el mundo según sus auspiciadores).
La pieza sobre las tradiciones Xhosa y
la importancia de preservarlas -bailes,
bellísimos cantos, costumbres-, si en
un comienzo pareció simple y directa,
rápidamente se hizo más compleja. La
pregunta que se planteaba es una gigantesca:
qué hacer con la modernidad
(occidental) y su relación con las costumbres
ancestrales no solo de Xhosas
(la nación de Mandela), sino de todas las
otras naciones que habitan estas tierras.
¿Es mantener las tradiciones tal cual,
la solución? ¿Es eso posible? ¿Hay una
modernización correcta? ¿Es inevitable
o imprescindible? No dejaba de darle
vueltas a estas preguntas cuando me encontraba
viendo otra obra, esta vez una
recreación de los juicios de Rivonia (en
los que, entre otras cosas, se condenó
a Mandela a cadena perpetua). Una coproducción
suiza-sudafricana presentaba
una compleja y problemática visión
autocongratulatoria por parte de ciertos
movimientos, en su mayoría liberales europeos,
que creen que el Apartheid cayó
porque ellos dejaron de comprar manzanas
sudafricanas. Sin restar valor a la
presión que esos grupos hicieron, es necesario
recordar que la lucha también se
hizo ‘desde dentro’. La obra simplificaba
algo que, en medio de toda la deslumbrante
belleza, se sigue observando en
este país. Sin más: al día siguiente en la
radio escuché cómo se discutía el ‘simple
tema’ de ¿por qué los blancos siguen
concentrando las riquezas en este país y
por qué no es común ver una pareja interracial?
El Festival de Artes trajo todos
estos problemas a la palestra. Tomé algunas
notas y me prometí que escribiría
más sobre ello.
Siguiente escala: un festival muy distinto.
Knysna da a una bahía bellísima
que tuvimos la suerte de contemplar
en su totalidad desde nuestro hospedaje.
El Puerto lleno de pequeñas tiendas
y restaurantes se preparaban para
el inicio de la fiesta de la ostra, cinco
días de festejos en torno al maravilloso
molusco. En la mañana, en lugar de
desayunar el corriente tinto con pan,
decidimos partir al Puerto y cambiar
por una vez nuestra dieta contemplando
el zarpar de las embarcaciones: dos
platos de ostras de diversos tamaños y
una cerveza bien helada o una copa de
un buen blanco o de champaña. Pensé
que así podrían ser todos mis desayunos.
Pero no creo que ni presupuesto
ni hígado me lo permitirían.
Mientras perdía Brasil sin atenuantes
y Argentina era vapuleada por lo que
los diarios aquí llamaron el Blietzkrieg,
llegamos al tercer festival ya en pleno
Cabo Oeste. Stellenbosch famoso por
sus vinos aprovechaba la ocasión de
la fiesta mundial para tener (otro más)
festival del vino. Las montañas que rodean
las viñas y cada una de las pequeñas
productoras compiten en gracia y
en la calidad de sus cepas. Y resulta difícil
decidirse dónde ir y qué vinos catar.
Yo me ofrecí para conducir durante
el día, mientras el resto se aprovechaba
de las delicias de Baco (hasta 45 vinos
dijo alguien que cató en una mañana).
Hinchas felices de Alemania, Holanda
y España recorrían también estos viñedos.
Fútbol y vino se reunían en otra
faceta de este encuentro: el fútbol como
el vino es, en su mejor estado, una celebración
de la vida. Mi celebración y
mi desquite llegaría en la noche, en un
exquisito restaurante de esa pequeña
ciudad universitaria, donde junto a
unos calamares y un antílope del desierto
de Kalahari, el vino -una mezcla
que incluye la cepa típica de Sudáfrica,
el Pinotage- fue tal delicia que en agradecimiento
dejé mi billetera en el lugar
(la recuperé a la mañana siguiente).
El periplo hacia el oeste concluye
en una de las ciudades más hermosas
que uno se pueda imaginar. Entre
el Atlántico y unos cerros que parecen
dibujados para burlarse de la imaginación,
Ciudad del Cabo abre sus calles,
colores y sabores para esta última semana
de mundial. (Cuando esta crónica
llegue a sus manos o a su pantalla,
probablemente ya se conozca o se esté
por conocer el ganador del mundial.
Alemania, España, Holanda o Uruguay.
Por historia debería ser Alemania. Por
méritos España. Por justicia mundialera,
Holanda. Pero, para que no digan
que no me gustan los sudamericanos,
apuesto por la Celeste).
CRONICAS SUDAFRICANAS 1
Jo’burg (Johannesburgo), ciudad construida alrededor del
oro, por estos días se viste de fiesta: miles de visitantes de todos los
rincones del mundo reunidos para celebrar no solo a los treinta y dos equipos
que protagonizan el Mundial de Fútbol, sino también para mostrar cómo esta
tierra de contrastes, de belleza y de tristeza, de riquezas increíbles y pobreza
aberrante, ha podido superar el dolor de una de las experiencias más terribles:
el Apartheid. El fútbol que se está jugando durante estos días muestra
cómo el sentido de fraternidad es más fuerte que el odio y la estupidez.
Al turista que llega desprevenido a estas tierras, lo primero que le encanta
es la generosidad de la gente. Generosidad que deviene en sonrisa y cariño, que
se expresa cuando uno quiere entender cómo funciona el sistema de transporte
público, unos pequeños buses que van a todas partes, pero sin ninguna señal
que diga a dónde. Generosidad en la señora que me encamina a la estación
y habla con el chofer para decirle donde voy. Generosidad que es también
orgullo: estamos en África donde todo comenzó: la cuna de la humanidad.
El primer día del Mundial Y así el viernes (junio 11 - 2010) en la tarde tuve la suerte de asistir al partido inaugural en un parque que se ubica entre una de las zonas más ricas, Sandton, y una de las más pobres y sufridas, Alexandria. Miles de personas bailando, soñando al ritmo de la música que fluye por todos lados. Las
camisetas amarillas y las banderas del país del arcoiris cubren los horizontes.
Alguien me pregunta de dónde soy y sonríe; todo el mundo parece sonreír en este país, todos levantan sus pulgares: todo está bien, eres bienvenido.
Es una fiesta de disfraces: grandes sombreros, largas capas, lentes multicolores
y el sonido que se convierte en la marca registrada del mundial:
el de las vuvucelas, cornetas de plástico que la Fifa quiso prohibir, que nos
hacen creer que estamos en medio de un concierto cósmico que no se anima
a afinarse. El ruido se impregna en nuestra piel y de pronto deviene el extasis:
Tshabalala recibe la pelota en tres cuartos de cancha inicia su carrera y
lanza el zapatazo que el portero mexicano es incapaz de detener. es el gol, el
gol, el primer gol del Mundial. !Gol de Sudáfrica! !Gol de los Bafana Bafana!
Abrazos, gritos, la algazara parece no tener fin. Y a pesar del empate final la
gente se retira feliz: esto recién está comenzando, señoras y señores.
La noche en el barrio de Melville, un pequeño Village en el noreste de la
ciudad, está revolucionada. Periodistas de todo el mundo se mezclan con artistas
y escritores locales. Las botellas de cerveza pasan unas tras otras, en los
restaurantes más elegantes los aromas de curries y carnes de antilope se mezclan
con el de la sopa de cola de buey y el de la exquisita carne de avestruz.
Un mexicano le pregunta a un coreano si tienen alguna posibilidad de ganar,
responde una belga a un inglés que un norteamericano se parece mucho
al mozambiqueño que está platicando con la australiana en la otra esquina.
Sudáfrica nos recibe a todos con los brazos abiertos. Uruguay y Francia han
empatado. La cerveza da lugar al tequila y al ron. Mañana es otro día.
Es el fútbol y el mundo Y la fiesta en las calles y los bares se multiplica y se hace más intensa en la cancha. En el mismo estadio donde Sudáfrica ganara la Copa Mundial de Rugby en 1995, Argentina se enfrenta a Nigeria. Las graderías se repletan de camisetas albicelestes y por unos instantes pareciera que estamos en La
Bombonera: banderas argentinas, de todas las barras, de todas las agrupaciones
adornan el estadio. Pero los hinchas de nigerianos no se hacen esperar:
su verde aparece como un oasis en la marejada argentina. Y si nos empezamos
a fijar con cuidado, desperdigadas en medio, descubrimos las banderas
de decenas de países. Es el fútbol y es el mundo, mientras en la cancha Messi
intenta una de sus maravillas y Maradona se queja del cobro del arbitro.
Cierro los ojos por unos segundos. Los vuelvo abrir y el albiceleste se ha
tornado en naranja: Holanda juega con Dinamarca, estamos en el gran estadio
de Soccer City, especialmente construido para la ocasión. El partido es aburrido
pero la gente en las graderías se encarga que la fiesta no decaiga. Un
par de vikingos daneses muestran su desencanto ante la pésima actuación
de su equipo coronada por el autogol.
Pero quedan más partidos, le digo a una chica y ella sonríe. Y a su lado un inglés aún no puede creer en el error de Green que le permitió a los estadounidenses
un impensado empate la noche anterior.
Pienso como esta fiesta está inserta en la historia increíble, llena de esperanza
de este país. Y caminando por el centro, cruzando el puente Nelson Mandela, recorriendo mercados, donde la gente sigue viviendo su cotidianidad,
nos damos cuenta cómo estos días son parte también de otra fiesta: un país
que ha logrado poco a poco inventarse desde el horror de la segregación. Un
país donde cada vez más el Apartheid está en el único lugar donde debe existir:
en un museo.
La fiesta sigue y yo alucinado continuo mi visita alucinante. En un rato más voy a ver el partido entre Italia y Paraguay y compartir unas cervezas con el mundo. Mientras tanto los Bafana Bafana sigue sonñado y su sueño
es, también, el de todos nosotros.
¡Ayoba!
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