Saturday, May 15, 2010

27 de febrero 2010. Santiago, Chile

Llegué a Santiago de Chile el viernes 26 de febrero proveniente de los Estados Unidos. Una semana de vacaciones pensada en la playa, con la familia y los amigos, bajo el sol, escapando del horrible invierno septentrional. En la madrugada del sábado, recién pasadas las tres y media, un temblor de magnitud ocho punto ocho revolcó y sacudió la zona centro sur del país. Yo estaba en un piso diez, donde cada segundo del movimiento se hacía eterno y el estruendo y los vidrios caídos y esto no va a parar nunca y los cuadros y los gritos y cuándo va a parar por dios y… Lo que vino después ha sido revisitado por la televisión en un afán obsceno y sensacionalista que si bien logra mostrar la destrucción física, muy poco dice del dolor y miedo, de la fe y la esperanza, de la rabia y la frustración, del amor y la indiferencia, que recorrieron y atravesaron a las miles de personas en los días posteriores al sismo.
Año del bicentenario. Las celebraciones tendrán que esperar un nuevo siglo. Cambio de gobierno. La derecha no podrá lanzar sus casas por la ventana. Año del bicentenario que se inicia remeciendo la conciencia, la tierra y las estrellas. ¿Qué puede hacer la literatura en todo esto?

Jugadores de fútbol, cantantes, humoristas, tenistas, actores y actrices, demagogos y patriotas, presentadores de televisión y sociólogos aburridos, magos y modelos esqueléticas, opinólogos y astrólogos, todos ellos se han comprometido de diversas maneras, en variadas campañas, para ayudar a los damnificados y víctimas. Menos visible, menor urgente tal vez pero igualmente necesaria, es la labor de poetas y escritores. De los vivos y de los muertos.
Y buscando en las palabras de Neruda, de cuyo Canto general celebramos 60 años, al hallar la voz de esta tierra y de su gente y el rumor de sus cielos y brisas, volví al asombro de la magnitud telúrica de esos versos. En ese mar tormentoso de palabras, donde se registra toda la historia del continente, donde la muerte besa al amor en cada imagen –“en la mínima gota de la vida/aguarda una indecisa primavera”- emerge la certeza más pura de la vida. Y es quizás esa certeza la que, por insignificante y nimia que sea, la que ella, la poesía, hace brotar en momentos terribles como esto.

“La ola –escribe Neruda- viene del fondo, con raíces/ hijas del firmamento sumergido. Subió a la muerte el río de la espuma/ atacaron las plantas procelarias, se desbordó la rosa en el acero: los baluartes del agua se doblaron/ y el mar desmoronó sin derramarse/ su torre de cristal y escalofrío”. Pocas veces la poesía ha logrado compenetrarse tanto y tan profundamente con las entrañas de la naturaleza. Pocas veces como en la madrugada del 27 de febrero la naturaleza despliega, terrible, su fuerza: Neruda en el Canto ha logrado atrapar lo terrible y lo bello de ese poderío. Y aunque nada cambie, esos versos (porque no hay muerte sin amor) nos muestran que en las “torres de soledades sacudidas” permanece, a pesar de todo, la fuerza de la vida.
Es difícil, sino imposible, hablar de poesía en la cercanía de la muerte. Pero también no se puede hacer otra cosa: la poesía, como la de Neruda, al acercarnos a la experiencia límite de la muerte está reforzando nuestra esperanza. Paradoja que no importa ante el dolor inmediato (y es necesario que me repita), que nada hace, que nada cambia, mas que permanece.
A.P. fue envuelta por una ola en la isla de Juan Fernández. Cuando escribo estas palabras su paradero continúa siendo desconocido. Busco en las páginas del Canto general su canto, su sueño, su sonrisa. ¿Dónde estás? Un verso: “El mar lo sabe”. Su voz se repite una y otra vez: “Tú navegas con nosotros, recogida, hasta el día/ en que dejen caer lo que somos en la espuma”. La poesía, y tiembla mientras escribo, no va a hallar a nadie ni reconstruir sus casas. Pero la poesía es la muestra que podemos seguir, que estamos ahí aún perviviendo y que la memoria de la tierra y de su historia no es invocada en vano.
Ante la muerte que ha ido “mandando y recogiendo en lugares y tumbas su tributo”, “abriendo puertas y caminos, deslizándose en los muros”, estos mismos versos dibujan la posibilidad de la memoria y, así, de la vida y del amor. Como dijo Carlos Bresciani, en lo que han sido las palabras más sabias que he oído en los últimos días, “no hay respuestas”. Y no las hay tampoco en los miles de versos del Canto general. Pero cada palabra en él, cada silencio, cada pedazo de tierra, es también hoy nuestro canto por ti, Chica, por tu vida -“Nada más puro que tu vida”-, y por el amor infinito que recorre mares y cordilleras.

The same song under the same rain


El muelle (waiting for a siren to appear)