Aeropuertos.
Fuguet, como tantos, vuelve sobre sus obsesiones reescribiendo Mala onda casi veinte años después. Matías Vicuña de ese entonces es Álvaro y también su hijo Pablo: la búsqueda por la identidad no hallada y el sentido de la vida, con la misma fijación por la música, el lenguaje juvenil (ahora las cosas ya no son más bomb), las drogas y el sexo. Los problemas de los personajes son también similares, o sea, el de las relaciones humanas. Entre amigos, entre parejas y, sobre todo, entre hijo y padre. No echo a perder la novela si digo que, al igual que en Mala onda o en su film Se arrienda, al final Fuguet nos presenta una provisoria –“por ahora”- conciliación entre ellos. En Aeropuertos esta viene un tanto más precipitada, pero, quizás por lo mismo, resulta convincente en su precariedad. Total: del odio al amor hay un solo paso.
Pero en veinte años –que lamentablemente sí son algo- no solo la tecnología cambia. Aeropuertos realiza un buen esfuerzo por abarcar un periodo casi igualmente largo. Desde el año de la concepción de Pablo, 1993, hasta el momento del final, en el 2010, con padre e hijo despidiéndose en SCL. Sin embargo, al contrario de lo que le sucedía a Matías, las dudas de niño privilegiado, mimado de clase media alta, que si a ratos nos parecían vacías estaban llenas de frescura y de duda, las de Álvaro primero y luego las de Pablo penetran una zona de mayor desolación, de mayor seriedad, lo cual no necesariamente contribuye para bien en la novela. Prefiero las disquisiciones de filosofía barata de Matías en Ipanema a la discusión sobre si abortar o no que sostienen Álvaro y la madre, la futura madre soltera, la guapísima Francisca Infante. También, si bien me parece un acierto el formato de video de la carta ‘de despedida’ de el mundo cruel de Pablo, algo sucede con esa voz suicida que no termina por convencer. No es que deba convencer, Pablo, evidentemente, no se suicida; pero hay un exceso de seriedad que no tiene que ver lo que Pablo piensa. Quizás tiene que ver más con Fuguet quien ya ha pasado los cuarenta, “o algo así de decadente”, como dice Pablo hacia el final de la novela. Quizás los veinte años de experiencia que lo han convertido en uno de los escritores latinoamericanos más importantes del presente, hayan hecho mella en la soltura y el desenfado que tanto molestó a los académicos y críticos que leyeron los cuentos de Sobredosis. A pesar de la persistente cinepatía (punto com) que recorre la novela, echo de menos el cine entre tanta literatura. Más Jarmusch, menos literatura.
A pesar de lo cual (o, como suele suceder, por ello mismo), Aeropuertos es una hermosa reflexión literaria sobre nuestros poco literarios tiempos. La metáfora del aeropuerto (que ya está al comienzo de Mala onda también) sigue siendo productiva. Incluso las conversaciones borderline de los personajes no logran ocultar justamente eso: Fuguet es un gran creador de personajes inolvidables. En esa línea, dialoga con una tradición fílmica y literaria de la más alta calaña. Más todavía, el personaje de Pablo H., la H como homenaje al disco de Radio Head, es también un homenaje a otro personaje clásico de la literatura chilena, el protagonista de esa gran novela que es Los hombres obscuros, Pablo (…) Acevedo, cuyo padre está también ausente. Si el Pablo de Nicomedes Guzmán optaba por el camino de la revolución, de la lucha, el de Fuguet prefiere el verano en Alemania (Naziland) y después, quizá, estudiar en Santiago. Su lucha, la de Pablo H. ya ha pasado; al igual que Matías se incorpora al sistema que tanto odia. La revolución queda pendiente. Tomamos otro vuelo. Hasta la próxima.